R y los semáforos

miércoles, 29 de julio de 2009

Podríamos considerar a R un niño muy normal excepto por una pequeña cosa: estaba convencido de ser capaz de controlar los semáforos con su mente.
Mira que podía haberle tocado cualquier otro superpoder: volar, teletransporte, superfuerza ... Pues mira tú, nada de eso. Controlar a voluntad cuándo un semáforo cambiaba su color de rojo a verde o de verde a ambar y luego a rojo, era lo que creía que le había tocado en suerte.

En ocasiones le asaltaban ciertas dudas de que no fuesen más que casualidades, pero pronto esas dudas se diluían en el alto índice de aciertos:

- Bueno. Es verdad que a veces me cuesta un poco más conseguir que el semáforo cambie, pero, ¿y todas las demás veces que acierto a la primera? Eso no puede ser sólo suerte...

R no era tonto y a sus casi 9 años sabía que lo mejor era guardar el secreto. Tiempo atrás había mencionado a sus papás tan extraña habilidad, pero éstos habían dejado clarito que no le creían en absoluto y cualquier intento de demostrárselo había terminado con una buena bronca.

- Sí, vale, bueno. Una cosa es un amigo invisible y otra cosa es que tu hijo se crea que tiene super-poderes. Hasta ahi podíamos llegar. Se empieza por creerse que cambia los semáforos de color y se termina por saltar desde la ventana para demostrar que sabe volar.

A pesar de ello, era bien extraño que cada vez que su mamá le llevaba al colegio en coche, y enfilaban la larga avenida, pillase casualmente todos los semáforos en rojo si el niño se había levantado remolón, o en verde si se estaba ansioso por llegar a clase para ver a C o a S.

- Tonterías. Imaginaciones mias. Ya se sabe, con los niños no hay que flaquear ni un instante, que se te suben a las barabas en menos que canta un gallo.

Todo esto hasta el día del noveno cumpleaños de R.

Ese día, la mamá de R se negó en redondo a comprar la tarta de chocolate que insistentemente pedía R. ¿Razones para negarse tan rotundamente a algo tan tonto?

- Pues mira. Este niño no puede acostumbrarse siempre a conseguir lo que le dé la gana. Si algo me enseño su abuelo, es que el niño que lo tiene todo, no aprecia nada. Y además, qué narices, el chocolate es malo para los dientes y ya nos ha dicho el dentista que menos azucares o más caries.

Pero todo eso a R le daba igual. Él quería esa tarta de chocolate. La misma que probó en el cumpleaños de C y a la que sus padres no sólo no se negaron, sino que acompañaron con un MadelMan submarinista, una torre de control y un barco pirata de los clic de playmobil. ¿Y a él? ¿Qué le habían regalado sus padres en su noveno cumpleaños?

- Menuda mierda. Un juego de QuimiCefa. Y yo les había pedido una bici nueva más grande para no quedarme atrás cuando salgo con mis amigos.

- Ya bueno, pero es que el niño no sabe todavía lo que es mejor para él. Si empieza a jugar con el QuimiCefa y le coge gustillo al asunto, podría llegar a ser tan buen químico como su padre e incluso podría llegar a colocarle en la empresa una vez terminase sus estudios. Y si no siempre podría quedarse con la Farmacia del abuelo... Si lo del tenis no cuajó porque al niño no le gusta, al menos que tenga el futuro asegurado.

El caso es que ahí estaban el día del cumpleaños. La mamá de R al volante, parados en el semáforo del cruce y R en la parte de atrás, echando humo por las orejas. Estaba tan tan enfadado, que lo único que pensó al ver a su madre mirando atentamente hacia arriba a su semáforo para acelerar y salir la primera, y al ver después venir al autobús a toda velocidad por su derecha aproximándose al cruce, fue en el color verde. Y entonces: clic.

El día de su noveno cumpleaños fue el último día en que la mamá de R negó algo a su hijo. Desde entonces, todo ha sido coser y cantar...

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